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Con Paracuellos, Carlos Giménez resumió todo el terror, la sordidez y la violencia de la posguerra española a través de un internado de los alrededores de Madrid. El dibujante madrileño comenzó a publicar este tebeo autobiográfico en los primeros años de la Transición y mantiene todavía viva la serie. Sin embargo, en los dos últimos tomos se ha producido un cambio fundamental: la esperanza. Paracuellos. Las madres no tienen la culpa, el octavo volumen que acaba de aparecer, recupera a dos personajes que eligieron la decencia y la solidaridad con los niños en el mundo despiadado de los auxilios sociales del franquismo.


"Las cosas nunca son totalmente blancas o totalmente negras. En estos dos últimos álbumes he pretendido añadir algunos matices", señala Giménez (Madrid, 1941). Normalmente, los niños que acababan en un Auxilio Social sólo podían esperar de los adultos bofetones, hambre e injusticia. Sin embargo, aquí describe dos casos completamente diferentes, personajes decentes y solidarios, con cuyas familias todavía tienen contacto los niños que pasaron por aquellos sórdidos centros.

Al primero de ellos está dedicado el volumen: se trata de José Molina Martínez, el hombre del cine. "Para muchos niños de los que estuvieron internos en aquellas instituciones —y sé muy bien de lo que estoy hablando—, entre sus mejores recuerdos está el día en que un señor llevó el cine al colegio", escribe Giménez. Molina Martínez nació en 1918 y murió en la primavera de 2014. Dedicó toda su vida a llevar películas a los hospitales y auxilios de la posguerra española "con un viejo proyector y un magnetofón marca Ingra que pesaba 14 kilos". Acareaba además golosinas y, sobre todo, mantenía correspondencia con todos los niños que le escribían.

Esto último es, para Giménez, lo más importante porque muchos de aquellos niños tenían una sensación de abandono. Aunque algunos eran huérfanos, muchos internos estaban ahí porque sus padres no podían hacerse cargo de ellos, porque estaban en la cárcel, enfermos o represaliados. El título del octavo volumen, "Las madres no tienen la culpa", hace referencia a eso: Giménez se asoma a los diarios de una madre cuyo hijo está en un auxilio y no puede ir a verlo porque ella misma está ingresada en un hospital para tuberculosos. No poder ver a su hijo le rompe el alma más que su enfermedad. El hombre del cine se las arregló para tratar de rellenar ese hueco.

"Cuando murió, a los 96 años, todavía felicitaba las navidades a más de 200 amigos y viejos conocidos que habían sido internos en los hogares de Auxilio Social. Les mandaba un tarjetón con una caricatura suya acompañada de un pequeño texto que le ayudaba a preparar un dibujante amigo suyo", escribe Giménez quien asegura que es un personaje que, sin duda, se merecería "una calle, un colegio o por lo menos una placa".

El otro personaje es el señor Aurelio. Dos niños, muertos de sed, descubren un botijo y lo dejan totalmente vacío. Cuando se dan cuenta de la que les puede caer, aterrorizados, deciden mearse en el botijo —una idea bastante poco brillante— momento en el que son descubiertos por el propietario del agua. Se esperan una paliza y se encuentran con un tipo razonable, que se apiada de los niños y que acaba convirtiéndose en una especie de abuelo adoptivo, que les va a buscar los fines de semana, les lleva comida. El señor Aurelio, de nuevo, suple a la familia ausente, aplastada por la pobreza y la represión de la posguerra. "Todavía en la actualidad conservo una bonita y cariñosa amistad con uno de sus nietos, que tiene mi edad, y me carteo con dos de sus bisnietas que ya están casadas y a su vez tienen hijos. El tiempo pasa", explica Giménez. El tiempo pasa, pero la decencia en tiempos indecentes permanece.

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